"Por Gabriela Urrutibehety
El
lector que escribe un diario, ya se sabe, es poco permeable las modas y las novedades. Un profesor de
literatura amigo le habla del fenómeno de las “sagas” entre los adolescentes:
se lo dice con la tranquilidad de poder esgrimir un contraargumento a la
letanía constante de que los chicos no leen. Son libros de muchas páginas,
generalmente trilogías, es decir, historias que se continúan a lo largo de
varios (tres) tomos. “Y son libros atrapantes”, dice el profesor, lo que actúa
como un anzuelo para el lector que escribe un diario, quien decide sumergirse
en “Los Juegos del Hambre”, de Suzanne Collins, precisamente para ver cuál es
el truco. El truco por el que también el propio lector se siente atrapado y lee
hasta el final, sin detenerse. Como si la historia lo llevara en una cinta
transportadora hasta el desenlace: se siente bien, se viaja cómodo, sin mayor
esfuerzo. Pero se busca con ansias saber qué pasa al final.
La
historia tiene la virtud de ser clara y definida: se plantea en las primeras
líneas y desde allí se dirige, sin distorsiones, hacia el final. Un futuro
distópico, en el que hay un gobierno central, totalitario, que concentra la
riqueza y el poder, rodeado de “distritos” relegados a la miseria y a la lucha
por la subsistencia. Cada año, los distritos deben enviar a la capital un joven
y una muchacha para pelear a muerte en un estadio, mientras que el resto de la
población mira por televisión el desarrollo de estos “juegos del hambre”.
La base
está, sin complejos ni pretensiones: los tributos de personas al vencedor como
punto de partida para que el héroe se ofrezca voluntariamente remiten tanto a
Teseo como a Sherezada. El estadio, a las luchas del Coliseo romano: para más
ayuda, el país se llama Panem, como para que cualquiera complete con “et
circenses”. Y la permanente vigilia de una cámara no es novedad desde 1984 o
Farenheit 451.
¿Cómo
actúan las alusiones? El lector que escribe un diario piensa que es una
plataforma para saber de qué estamos hablando, algo así como cuando se pide a
los músicos “una que sepamos todos”.
Algo que tranquiliza porque más o menos sabemos por dónde va a andar
todo. Aunque no deja de presentarse la intriga acerca de cómo va a hacer para,
con estos ingredientes, terminar de cocinar la receta.
La
identificación con la protagonista es otros de los puntos: una historia contada
en primera persona y en tiempo presente implica que el lector se va enterando
de lo que sucede al mismo tiempo que el investigador, como en la clásica novela
policial de enigma.
Además,
la protagonista-narradora tiene una actitud permanente de mostración: todo lo
dice, todo lo explica. Por ejemplo: “En el bosque me espera la única persona
con la que puedo ser yo misma: Gale. Noto que se me relajan los músculos de la
cara, que se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro
punto de encuentro”. La protagonista no se guarda nada y le habla a un
espectador que debe enterarse de su interioridad sin intermediación de un
omnisciente: tal como en el teatro clásico, con los apartes y los monólogos. Si
lo hizo Shakespeare, por qué no Suzanne Collins, piensa el lector que escribe
un diario.
Con una
diferencia: en esta época hay cámaras. Y “Los Juegos del Hambre” es un libro
pensado para ser filmado. De ahí la minuciosidad de las descripciones que, sin
embargo, tienen solamente una finalidad fáctica, funcional. “Me bajo de la cama
y me pongo las botas de cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies.
Me pongo también los pantalones y una camisa, meto mi larga trenza oscura en
una gorra y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo que recojo”. Nada de
“me visto”: hay que visualizar, como en un ejercicio de meditación, se sonríe
el lector que escribe un diario, más bien enojado consigo mismo por haber caído
en el truco y no haber podido abandonar la lectura hasta saber en qué termina.
Y así
como se describe todo, todo se explica, todo se relata: no hay lugar para la
elipsis, no hay posibilidad de que el lector rellene con algo que no esté
dicho, no hay nada que hacer, sólo dejarse transportar hasta el final. Así las
metáforas, que son espantosas, piensa el lector que escribe un diario, pero no
necesitan que uno se detenga en ellas: “La lluvia caía en implacables mantas de
agua helada”, copia para después tachar.
Otro
tema son los diálogos: todos los personajes hablan igual, tengan la edad que
tengan, tengan la vida que tengan, con excepción de cierto toque “snob” – tal vez
perdido en la traducción, concede el lector que escribe un diario – para algunos
personajes. “Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las cañas puestas mientras
recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la cena”, es la respuesta
del compañero de caza furtiva. No hay modificación del tono en ninguna de las
réplicas de los otros personajes, sumidos en el uniforme hablar de la
protagonista narradora.
Para el
final el lector que escribe un diario deja la construcción de los personajes:
buenos buenísimos, malos malísimos, violando la máxima aristotélica que
prescribe lo contrario. No es otra cosa que la regla del melodrama, de las
historietas que publicaban las editoriales mexicanas en los años 70. ¿Por qué
no utilizarlas, si siguen siendo efectivas? Todos sabemos qué juego hay que jugar
al leerlas.
No se
transpira, no se contractura, no se agota el lector en el tránsito por el
libro. No la pasa mal, tampoco. Porque el libro retoma las claves del relato
tradicional, incluyendo las formulaciones archiconocidas de Vladimir Propp: una
estrategia para narrar que viene funcionando desde hace millones de años, con
la que la manada homínida empezó a construir su particular identidad cultural.
Claro que el lector que escribe un
diario añora el riesgo, la sorpresa, la experimentación, la búsqueda de
límites. Pero, para calmar su conciencia de lector entrenado, se dice que
Cervantes leyó montones de libros de caballerías para poder escribir el
Quijote. Y que después los quemó – no a todos – antes de que un brujo se
llevara el aposento donde el hidalgo loco los había guardado."
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